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A 10 años: La represión terminó, la destrucción del Hospital no

El 28 de diciembre de 2001 las milicias de Manfredotti-Gallo daban rienda suelta a su salvajismo dentro del Hospital Regional Río Grande. A una década, nunca se hizo justicia y,aunque sin balas, la política de demolición continúa.

Algunos funcionarios de aquel gobierno habían prometido acabar con el Hospital Público “con todo lo que tiene adentro”. Nadie pensó que la aplicación del plan de gobierno sería tan literal.

Lo cierto es que el plan opresivo de la gestión Manfredotti estaba en su pleno apogeo. Ya era un hecho consumado la ablación de gran parte de los salarios estatales, ya las leyes de Emergencia y de Retiro Voluntario habían jugado su rol, los gremios, por impotencia o por cooptación, habían enmudecido casi por unanimidad.

Quedaban escasos focos de resistencia entre los trabajadores y a ellos estaba destinada toda la política represiva de fines del 2001, con una policía equipada para la guerra, con tanquetas hidrantes adquiridas a precio de oro en plena crisis económica, con brigadas de combate cuya impresionante y ridícula armadura de lienzo verde les valió el mote de “tortugas ninjas”.

Con funcionarios perfectamente concientizados de su papel de represores, al mejor estilo de la dictadura.  Eran nombres de triste recuerdo hoy, algunos sumidos en la penumbra del ostracismo, otros pretendiendo aún, jugando con la mala memoria, exponerse a la consideración popular a través del voto, postulándose de vez en cuando como candidatos.

Bajo el mando del gobernador Manfredotti y su vice Gallo, los personeros de una política macabra, eran una inefable -pero sumisa y de sonrisa congelada- subsecretaria de Salud de apellido Sahad, sus acólitos Rojido y Fotheringham, un improvisado, incapaz pero cumplidor secretario de Seguridad Lindl y un juez insólitamente sostenido a pesar de todo en su cargo, de apellido Aragone, de fallos incomprensibles pero de una conducta irreprochable a los ojos del poder político de entonces.

Y un jefe de policía, apellidado Barbero, que por mucho tiempo lo siguió siendo, por esos milagros de la política y esas concesiones de la mala memoria.

De todos ellos se necesitaba un aporte para perfeccionar el asalto a la dignidad, el atropello a las instituciones. Todos ellos se juntaron esa tarde en las instalaciones del Hospital de Río Grande para demostrar que al régimen manfredottista no había razones que lo pudieran detener.

Con el aporte invalorable de algún periodista lacayo de la sinrazón, con algún gremialista que jugaba de espía, con legisladores y políticos de la oposición prolijamente guardados, con todos los ingredientes de una obra maestra del terror político, y el objetivo de “barrer el hospital público, con todo lo que haya adentro”.

Ese 28 de diciembre había amanecido en medio de la tensión, las reuniones sucesivas aumentaban el fracaso, las señales que llegaban desde la policía indicaban que estaba todo listo para desatar la locura genocida, se habían trasladado tropas policiales, (más “tortugas ninjas” llegadas de Ushuaia) para asegurar “el éxito” del operativo. Al mediodía no quedaban dudas de que el régimen saldría a demostrar su decisión de no detenerse ante nada.

Apoyado contra una columna, disfrutando cada minuto, Lindl sólo esperaba la orden de Aragone para sacar a relucir toda la violencia y el desprecio de los Derechos Humanos que eran la característica de los mandamases Manfredotti-Gallo.

Cerca de las 3 de la tarde, un grupo de gremialistas descolgó y vació el contenido de varios matafuegos en cercanías de las oficinas de la dirección del hospital. Era el esbozo de violencia que la dictadura necesitaba para justificar su propia locura.  A partir de entonces, las tortugas ninjas, cegadas por la sed de acción, no respetaron ni enfermos ni periodistas, ni siquiera la posibilidad de que estuvieran arremetiendo contra familiares de alguno de ellos, como efectivamente ocurrió.

El resto fueron salas de internado inundadas por los gases lacrimógenos, balas de goma, palos por doquier, destrucción de las instalaciones, la represión en su estado puro, salvaje.

El ex gendarme Lindl debió haber parecido satisfecho, Barbero se sentía como el mejor soldado de la compañía.

Aragone (siempre seguido de cerca por su “periodista amigo” Manuel Pichuncheo) había autorizado la represión, seguro de que el poder político lo sabría premiar,

Desde la política, sólo tres nombres se salvaron oportunamente de convertirse en cómplices silenciosos: el legislador Miranda y los concejales Pérez y Catucci, cada cual a su manera, intentaron algún rechazo a la barbarie.

Sahad saldría a medianoche huyendo en las sombras, con un batallón de policías protegiéndola de nada.

Nada ha cambiado

Pasaron días hasta que los heridos se recuperaron de los golpes y las balas de goma que sus cuerpos se llevaron puestos del lugar.

Pasaron semanas sin que llegara el repudio correspondiente desde la clase política y sin que se aplicaran las medidas correspondientes, atento a que se había cometido desde el gobierno una tropelía nunca antes vista en el país, la represión dentro de una institución sanitaria.

Pasaron muchos meses durante los cuales los vidrios destrozados del frente del hospital seguían ofreciéndose como testimonio del terrorismo desatado desde aquel Estado deforme.

Pasaron diez años para comprobar que la política de destrucción del hospital público (disparador auténtico de aquella violencia) no era una ocurrencia aislada, sino parte de un plan cuidadosamente trazado desde el poder político y económico.

Hoy, los vidrios han sido reparados, pero las reivindicaciones siguen postergadas. Hoy, la represión continúa por otros carriles,  menos violentos en lo fáctico pero no menos perversos ni menos dañinos en lo institucional.

La política de destrucción del hospital público parece seguir atacando permanentemente, como una bestia herida que no cede en su acometida.

El hospital público sigue siendo el objeto de operativos de descrédito, de ataques políticos permanentes, de vaciamiento, de reducción de la planta profesional.

Los hospitales acusan en forma constante la falta de provisión de insumos, atentados contra la infraestructura instalada, falta de capacitación. La respuesta desde la política sigue siendo el descrédito del sistema público, la desidia en la gestión y el impulso de nuevos negocios a favor del sector privado de Salud.

Otro estilo

Quizás el golpe más grosero que se ha visto aplicar en ese sentido haya sido el rechazo descarado al ruego por la instalación de una terapia pediátrica en el mismo hospital de Río Grande. Que debe prestar servicios de extrema emergencia a criaturas en forma permanente, pero que aun así debió soportar que un increíble ministro de Salud –impulsado por vaya a saber qué oscuras convicciones y hoy premiado con un cargo de dirección en el IPAUSS- afirmara que “no es necesaria” una terapia pediátrica para una comunidad de más de cuarenta mil niños. Afirmación espuria que, sin embargo, encuentra sospechosamente eco en funcionarios, personeros del interés privado, muchos enquistados en el propio hospital y algunos de los cuales, quizás, estarán hoy recordando con fingida repulsión, el acto vandálico de las tropas manfredottistas.

El régimen de entonces lo hizo por “la vía rápida”. El manfredatto creyó que con gases y balas podía silenciar la defensa del hospital público. Otros creen que hay caminos menos drásticos pero igual de efectivos.

Hoy, la descalificación del sistema estatal sigue siendo la herramienta de los traficantes de la salud. Hoy, el ataque continúa, aunque por otras vías. Después diez años, la represión no ha terminado, sólo se mimetiza, adquiere otra forma, la del discurso servil, la de política del vaciamiento.

En ese cometido, a Sahad y la actual ministro Grieco las distancian diferencias siderales, pero el resultado de su accionar en la Salud Pública es, al fin, el mismo.