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Paul, como ayer, como hoy, como siempre

McCartney subyugó a 90.000 espectadores durante dos noches, sin necesidad de apelar a artificios y sólo provisto de sus inoxidables y poderosos temas

Sólo un genio puede ser al mismo tiempo un Mozart que te hace vibrar como nadie tus melodías internas y ser tu mejor amigo; ese que saca la guitarra en la sobremesa, cuando se retiran los platos, llega el café y se pone a cantar sus canciones y querés que la noche no se termine nunca.

Exactamente esa sensación ambigua y extraordinaria experimentamos los 90.000 espectadores que vimos entre el miércoles y el jueves a la noche a Paul McCartney. Por un lado, la gran emoción de tener en casa y frente a nosotros a uno de los más grandes protagonistas de la música contemporánea. Por el otro -mérito íntegro de él-, que esa situación no abriese un abismo entre el mito y su público, y que, en cambio, se trocara de inmediato en algo natural, esperado y familiar pero, al mismo tiempo, intensamente mágico. Sólo así puede explicarse que lograra largos momentos de concierto intimista, sustrayéndonos a todos de la magnificencia de un estadio Monumental repleto.

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En una época de vacuas vanidades y de perfiles mediáticamente escandalosos y hasta escatológicos para llamar la atención, Paul dio una lección de cero divismo y demostró una vez más que el título de sir que en su momento le otorgó la reina Isabel II le cae como anillo al dedo.

No necesitó romper ningún instrumento. No pronunció ninguna palabrota. No hizo el más mínimo gesto procaz. No corrió de un lado al otro del escenario para exaltar a las legiones que fueron a verlo. Prefirió que sus shows fuesen relajados y tuviesen ese plácido sabor a un reencuentro entre viejos amigos.

Sin asperezas, emergió a cara limpia, sin disfraces, como de entre casa, en mangas de camisa y tiradores, con una pantalla que atrás sólo funcionaba como apoyatura secundaria, con imágenes gratas, pero complementarias, que no se erigían como fondo grandilocuente con pretensiones de panfleto político o new age . Sin necesidad de escandalizar a nadie ni de desafiar a ninguna religión, Paul sonrió suavemente en todo momento, se esforzó gentilmente en halagarnos con muchas palabras pronunciadas en castellano y jugueteó con todos nosotros como si se tratase de un hermano mayor que viene a cantarnos cuán maravillosa es la vida.

Provisto tan sólo y nada menos que de sus gloriosas canciones de toda una vida, hits inoxidables de Occidente a lo largo de casi medio siglo de sonar y sonar, McCartney supo mantenernos en estado de gracia y encantamiento a lo largo de casi tres horas y tres docenas de temas que nos llevaron alternativamente de la euforia a la nostalgia sin escalas.

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Es que, al entonar canciones de todas las épocas, el beatle para siempre no sólo rinde homenaje a su vida, sino también a la nuestra y a las generaciones que nos siguen, aunque hayan nacido mucho después de terminada la «beatlemanía».

Cada uno de sus temas nos remite a resonancias de distintos momentos cruciales de nuestra existencia: la infancia, la juventud, algún amor, intensas alegrías o instantes de infinita nostalgia a los que el gran Paul vino a pasarles el plumero.

McCartney deja en un lugar incómodo a la mayoría de sus colegas contemporáneos o más jóvenes, que disimulan sus propias carencias con parafernalia escénica y con histrionismo forzado. Sin actitudes histéricas, derramó sobre la platea y las tribunas su felicidad creativa y su firme romance con el pentagrama, sin mezquinar tiempo en un frío recital de compromiso y duración convencional. Se prodigó con una generosidad sin igual y demostró que es un artista íntegro que, aun teniendo a su disposición muchos laureles en los cuales dormirse, prefiere quedarse al pie del cañón las casi tres horas que dura su show, sin retirarse un solo minuto del escenario, sin tomar un solo trago de nada, dándole espacio a su banda para lucirse, pero sin perder la voz cantante en momento alguno.

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McCartney tuvo la inusual dicha de comenzar su vida profesional por el lado más alto y de mayor repercusión. Nunca llegó tan arriba como en esos primeros diez años de ascenso y fin de Los Beatles.

Desde la separación del grupo, que marcó con sus melodías la década del 60, hace justo cuarenta años, Paul McCartney ha logrado nuevos momentos de gran relevancia musical y ha integrado nuevas bandas y emprendido el camino de solista. Sin embargo, como una dulce condena, la gente espera, y él mismo brinda gustoso, aquellos temas que hicieron célebres a los cuatro gigantes de Liverpool y que le volaron la cabeza a media humanidad.

No se advierte a simple vista que el tema lo traumatice, pero, sin duda, no debe de ser fácil repetir durante cuarenta años lo que hizo en los diez anteriores cuando todavía él y sus compañeros sólo eran veinteañeros con flequillo y luego pelilargos, dispuestos a devorarse el mundo. Ni el escenario ni el dinero que engrosaron minuto tras minuto sus cuentas ni la fama excesiva parecen haberlo envilecido. Disfruta y contagia ese cálido estado de ánimo, su gusto por tocar todo tipo de cuerdas y sus ocasionales, pero imprescindibles incursiones por los teclados.

Tiene casi setenta años y no se le notan. Su cara, aunque lógicamente ajada, remite a ese semblante aniñado que llamaba la atención por su extremada juventud cuando Los Beatles se sentían los dueños del planeta.

Era lógico que a la salida de sus dos recitales, abundaran entre la multitud sonrisas de oreja a oreja.

Por Pablo Sirvén – La Nación