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30 de octubre de 1983

Raúl Alfonsín y un día que nos marcó para siempre

Gustavo Capone recuerda en esta nota el histórico momento en que se votó durante la última dictadura para liberarse de ella. El triunfo fue para Raúl Alfonsín aquel 30 de octubre de 1983.

Fiscal de la Mesa Nº 4 de la Escuela Bernandino Rivadavia. Lo repetíamos de memoria. Obviamente: hasta impostábamos la voz pretendiendo imitarlo. «He convocado en toda la República a todos los compatriotas sin distinción de partidos y les he dicho que los radicales ya estamos en marcha, y al frente de nuestra columna van nuestros grandes muertos: Yrigoyen, Alem, Pueyrredón, Sabattini y Lebensohn; Larralde, Balbín, Illia. Los que estén a nuestra derecha pueden inspirarse si lo desean en Sáenz Peña o en Pellegrini, los demócratas progresistas en Lisandro de la Torre o Luciano Molina, los socialistas en Juan B. Justo o Alfredo Palacios, los peronistas en Perón o en Evita, pero todos juntos los argentinos». Era una parte central del discurso de campaña de Alfonsín. Lo repetíamos como un ritual. En cada reunión del comité, y siempre ante un acto partidario como una necesaria dosis motivacional alguien encarnaba exultante, la imitación de un Alfonsín eufórico. Pero juntos…; terminaba. Y al grito de «Alfonsín…Alfonsín …», salíamos corriendo, enfundados en banderas argentinas, rojiblancas y moradas bajo los acordes de redoblantes al próximo acto que nos esperaba.

La madrugada del 30 de octubre fue especial. No dormimos. Bueno; hacía varias noches que no dormíamos. Pero ese día teníamos una responsabilidad muy especial. El Partido nos había designado «fiscales». Ya no alcanzaba con lo anímico. Ni con lo motivacional. Había que estar concentrados. No solo éramos custodios del acto eleccionario ante el regreso democrático, sino que además un partido político nos trasladaba la representatividad y responsabilidad cívica de velar por nuestros candidatos y la transparencia del evento electoral. Que orgullo. Recuerdo siempre las palabras previas de Hugo Lanci y de Roberto Berloin dirigiéndose al grupo de jóvenes fiscales: «Muchachos, en el cuarto oscuro cada uno de ustedes defenderá el modelo de país que anhelamos».

La historia dirá que había dos alternativas. Tras siete años y medios de dictadura los ciudadanos del país volvieron a las urnas. Aquel octubre del ’83 había mostrado un exaltado clima político como antesala de lo que sería el triunfo radical en las elecciones generales. Mientras tanto, la figura de Raúl Alfonsín logró instalarse en medio del proceso electoral como el único garante de la consolidación democrática después de la noche más oscura que el pasado argentino recuerde. A la violación de todos los derechos, el genocidio, la cercana posibilidad de una guerra con Chile y la irresponsabilidad demostrada por los jefes del «proceso» ante la causa Malvinas, la figura de Alfonsín representaba, siguiendo el canto popular, «la vida y la paz».

El 18 de agosto de 1983 se había lanzado la campaña electoral, y un mes después la Junta Militar decretó la Ley de Pacificación Nacional. Dicha ley representaba una amnistía para todos los crímenes cometidos entre el 25 de mayo de 1973 (día en que asumió la Presidencia de la Nación Héctor J. Cámpora) hasta el 17 de junio de 1983.

Desde ese hecho, dos posiciones signaron el derrotero de la campaña. El candidato justicialista, Ítalo Luder, declaró que respetaría esa ley. Por el contrario, Alfonsín anunció que la vetaría. Los perfiles de ambos candidatos se dibujaban con claridad. Como recuerdo histórico sostendremos que Luder fue el firmante del decreto de aniquilamiento a la subversión cuando le tocó ser Presidente Interino en 1975 tras el pedido de licencia de Isabel. Mientras Alfonsín fue Miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y durante la guerra de Malvinas fue uno de los pocos que alzó su voz en contra.

Ese 30 de octubre del ’83, triunfo de Alfonsín mediante, determinó la primera derrota electoral del peronismo en 37 años de existencia, y por otra parte fue la primera vez desde 1928 que el radicalismo superó el 50 por ciento de los votos a favor. Por ese entonces gran parte de la sociedad vio en el líder de Chascomús, al hombre que brindaba la posibilidad de vivir plenamente en democracia. Así, el mensaje de la época: «se va acabar / se va acabar / la dictadura militar», parecía tener un solo destinatario: «Ahora Alfonsín».

El país del ’83

El padrón electoral era de 18 millones de votantes. El hombre del afiche con las manos tomadas a un costado de sus hombros, acompañado de un enorme carisma y un partido unido tras un proceso interno, inyectaba una alta cuota de confianza a la ciudadanía.

Con su oratoria convincente como herramienta electoral y una inteligente campaña dirigida por David Ratto, Raúl Alfonsín vislumbró antes que nadie que el nuevo electorado presentaba además una característica novedosa: la aparición del votante independiente sin ataduras partidarias. Eso generó el fin de las certidumbres, del voto cautivo, y ese vacío lo vinieron a llenar las encuestas. El indeciso pasó a ser una realidad mensurable y Alfonsín se lanzó a conquistarlo: «Ya no habrá sectas de nenes de papá, ni de adivinos, ni de uniformados, ni de matones para decirnos qué tenemos que hacer con la patria… no hay dos pueblos, hay dos dirigencias, dos posibilidades. Pero que nadie se equivoque: hay un solo pueblo»; manifestaba en sus discursos.

La primavera alfonsinista

La época mostraba fenómenos asombrosos para los tiempos actuales: el PJ tenía 2.795.000 afiliados y la UCR 1.400.000. Los actos de cierre de campaña partidarios reunieron más de un millón de personas en torno al Obelisco y la 9 de Julio, mientras los actos provinciales convocaban 400.00 personas en Rosario, 300.000 en Córdoba, 200. 000 en La Plata, 120.000 en Mendoza, 70.000 en Tucumán y más de 60. 000 en Tandil o Mar del Plata, por ejemplo. Cifras impensables para las campañas actuales que alternan entre actos modestos y, muchas veces, caminatas entre desprevenidos vecinos. Impensado también, pues hoy lógicamente las campañas se dirimen en el marco de nuevos formatos escénicos y tecnológicos.

También entre las notas salientes de la campaña política del ’83 podríamos recordar una gran cantidad de hechos que engrosarán para siempre el imaginario popular argentino, marcando un antes y un después en la forma de analizar los procesos sociopolíticos nacionales. Los ya enumerados actos públicos con el penoso encendido del cajón mortuorio de Herminio Iglesias. La importancia de la propaganda televisiva como herramienta de persuasión y acercamiento. Las pioneras imitaciones del cómico Mario Sapag, popularizando a los candidatos. La acusación de la relación de Alfonsín con la Coca Cola. El pacto sindico – militar del justicialismo. Los slogans. El bombo. Los cantitos políticos a la usanza de las hinchadas futbolera. Y así podríamos seguir un largo rato. Pero si algo determinó el campo simbólico de la campaña presidencial ’83 fue la oval inscripción de la sigla «R A» en medio de los colores de la bandera. Aquella gráfica que relacionaba «Raúl Alfonsín» con «República Argentina» invadió todos los rincones. Alfonsín. El que auguraba que «con la democracia se come, se educa y se cura». El que terminaba sus discursos con «un rezo laico», como sostendría ante pronunciar un enunciado patrio.

Ganó Alfonsín

La Lista 3 de la UCR logró consagrarse con 7.724.559 votos (51.7%) contra los 5.995.402 votos (40.16%) del PJ. Se debían cubrir 14.512 cargos electivos, entre ellos 254 diputados y 46 senadores. En rigor, la Constitución que regía entonces establecía que el voto a presidente era indirecto, pues se votaba a 600 electores que debían reunirse y decidir quién ganó; salvo que alguno de los candidatos obtuviera la mayoría absoluta, siendo lo que finalmente ocurrió al obtener Alfonsín 318 electores.

30 de octubre: aquí y ahora

Alfonsín fue el estadista que sostendrá en su mensaje: «tenemos la responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos, la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en Argentina». Y aunque algunos acentuarán que no concluyó su mandato, y otros «le achacarán» la obediencia debida o la hiperinflación, será también el presidente que soportó 13 paros generales y los levantamientos «carapintadas». Más aún, costara recordar que también se peleó con Clarín y la Sociedad Rural. Y juzgó, sin precedente en el mundo, a las juntas militares. Cabal representante del reformismo. En estos momentos que transcurren su figura se agranda. Perteneció a esa casi extinguida «raza» de políticos con intransigentes convicciones. Honesto. Murió con los mismos bienes con los que llegó al poder y no soportó ningún juicio en su contra tras su paso por la presidencia.

Pasados ya 38 años de aquella «primavera alfonsinista». Variaron muchas cosas en nuestras vidas desde aquellas expectativas juveniles, pero seguimos férreamente convencidos que no existe otra forma de forjar nuestro destino más que viviendo en el seno de una cultura democrática que agrande constantemente los valores ciudadanos. Pero aun también sigue latente un constante desafío. La libertad, la seguridad pública y jurídica, la salud, la educación, la cultura del trabajo como bienes supremos deben ser nuestra campaña de cada día. Donde nuestra verdad puede ser percibida desde distintos puntos de vista, aunque para algunos pueda ser relativa o errónea. Eso es la democracia. Donde «la palabra empeñada sea un documento» que garantice y honre su cumplimiento coherente ante la representatividad asumida, sabiendo que no solo somos lo que decimos, sino, y por sobre todas las cosas: somos lo que hacemos.

Y hoy más vigente que nunca Alfonsín. El hombre. En tiempos duros. De profunda brecha social. De aguda pobreza y crisis pandémica que azota todas las dimensiones.

«Alfonsín …Alfonsín!!!». Seguimos corriendo enfundados en banderas argentinas, rojiblancas y moradas: «Y si alguien distraído al costado de camino cuando nos ve marchar, nos pregunta: ¿cómo juntos?; ¿por qué luchan? Tenemos que contestarle con las palabras del Preámbulo. Que marchamos. Que luchamos: para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino». Sin mezquindades. Como lo pensaba Alfonsín. Atributo y deber de un gestor público. Responsabilidad ineludible de quienes creemos férreamente en la política.

(Por Gustavo Capone – Publicado originalmente en memo.com.ar)

(Imágenes: raulalfonsin.com)

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