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A 40 años del último golpe de Estado en Argentina

Los precedentes, la historia y las consecuencias del accionar del Estado durante la última dictadura que vivió el país. Se privó a las víctimas de su condición humana.

La concepción totalitaria de disponer sobre la vida y los bienes del conjunto de la sociedad, a partir de un proyecto político y económico exclusivo, irrumpió con furia hace cuarenta años, allanado el camino tras el fallido retorno a la democracia con el regreso del general Juan Perón.

La activa participación del por entonces secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger en el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular en Chile, el 11 de septiembre de 1973, cuyo brazo ejecutor fue la dictadura de Augusto Pinochet, marcó el precedente para los sucesivos golpes de Estado que se producirían en los años posteriores en América Latina.

La implementación de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, en el marco de la Guerra Fría, con la que se formaban los militares latinoamericanos en la Escuela de las Américas, homogeneizó la represión tras los derrocamientos de los gobiernos progresistas, y la persecución sistemática de opositores, políticos, obreros y religiosos.

Reciclados en West Point, en los Estados Unidos, y la «escuela» de los instructores franceses provenientes de la guerra de Argelia los militares; y en las corrientes de Chicago las nuevas generaciones de economistas, es inobjetable afirmar hoy que el del 24 de marzo de 1976, fue un golpe cívico- militar, encabezado por el jefe del Ejército, Jorge Rafael Videla y el economista José Alfredo Martinez de Hoz, con el visto bueno de Kissinger y el Pentágono.

El golpe anunciado

En la madrugada de aquel 24 de marzo el país todo se convirtió en «teatro de operaciones» de las Fuerzas Armadas, interviniendo radios y canales de televisión, y acallando en general todo aquello que no fuera lo que la Junta Militar permitiera decir.

La represión que un año antes, durante el debilitado Gobierno de la viuda de Perón, se había desatado contra las organizaciones guerrilleras, se extendió a los movimientos sociales de base, a políticos, a las fábricas de donde desaparecieron comisiones internas enteras, y a sectores de la iglesia que cumplían trabajo social, entre otros.

Con el transcurso de los días se fue conformando un esquema represivo que, bajo la máscara de la denominación de Proceso de Reorganización Nacional, se intentó ocultar ante el país y el mundo, desatando la más sangrienta y feroz dictadura que haya conocido la Argentina, con un saldo que los organismos de Derechos Humanos estiman en 30 mil personas desaparecidas o asesinadas.

La insoportable carga religiosa de matar, y la condena que habían recibido los fusilamientos en el estadio Nacional de Santiago puso a los militares argentinos ante una disyuntiva sobre qué hacer con sus víctimas, a las que torturaban en muchos casos hasta la muerte.

Fue así que llegaron a idear la figura del desaparecido, con la que aludían al ya tristemente célebre limbo del que habló Videla: «-Son eso, ni vivos ni muertos», dijo ante la prensa internacional.

En su reciente libro «Los Monstruos», los hermanos Muleiro, hablan de «sociedades normativizadas, con esquemas jurídicos y de aparente moral religiosa, que sienten, desde las alturas, la posibilidad de quitarle al otro su condición humana para reducirlo y expoliarlo».

De las distintas formas en que se apoderaron del otro, de las víctimas convertidas en enemigos, se puede tomar por caso los llamados «vuelos de la muerte», en los que los secuestrados eran arrojados vivos al mar, sin ninguna defensa, ya que les aplicaban dosis de Pentotal para adormecerlos.

Pero también existieron mutilaciones, violaciones o tormentos extremos, como torturar a una víctima mediante el paso de corriente eléctrica con su pequeño bebé sobre el pecho.

La paradoja de una sociedad injusta y valiente a su vez, se vio reflejada de manera palpable en el rol que jugó la Iglesia argentina durante la dictadura; mientras en la parroquia de la Santa Cruz, en Buenos Aires, se albergaba a la incipiente Asociación de Madres de Plaza de Mayo, el capellán Von Wernich bendecía las torturas en las catacumbas del horror y el obispo Primatesta era cómplice de Menéndez en Córdoba.

De soldados de Perón a la clandestinidad  

Jaqueados por el persistente accionar de las bandas paramilitares y parapoliciales como la Triple A, la controvertida decisión de la cúpula de la organización subversiva Montoneros de pasar a la clandestinidad oficializó la misma represión, esta vez apuntando masivamente contra sus bases expresada en la Tendencia Revolucionaria.

A su vez, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), expresión del PRT, planteó una lucha armada frontal que fue diezmando sus cuadros, hasta llegar, entrada la dictadura, a perder, en una sola operación, a toda su cúpula encabezada por su líder, Mario Roberto Santucho.

Secuestros y desapariciones de empresarios al sólo efecto de apropiarse y transferir a su nombre los bienes, estaban a la orden del día y salpican de complicidades a los mentores civiles del golpe militar.

Estos hechos están sembrados y son demostrables en cada expediente que haya condensado el accionar de los centros clandestinos del régimen, como el caso de las Chacras de Coria, en Mendoza.

Secuelas psicológicas del miedo convertido en terror multiplicadas en cada familia de un desaparecido, de un detenido puesto a disposición de las juntas; de un exiliado con rumbo incierto, en cada barrio de donde se llevaban gente, en cada fábrica donde desaparecían delegados, en cada colegio, en las aulas de las universidades, la domesticación cotidiana de ser interrogado en cada esquina, en todos los bares, en todos los transportes, en todo momento.

Por su legado y su compromiso, la dictadura se llevó a los mejores y mas representativos intelectuales de su época como Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Raymundo Gleiser, Paco Urondo y Hector Oesterheld, entre otros.

Las denuncias ante los organismos internacionales y las marchas promovidas en Europa por sobrevivientes y exiliados, la llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la sorpresiva asignación del Premio Nobel de Paz en 1980 al dirigente de Servicio de Paz y Justicia Adolfo Pérez Esquivel, fueron minando el falso discurso de que los argentinos éramos «derechos y humanos», ideado por el relator José María Muñoz para contrarrestar los reclamos de los familiares de las víctimas cuando vino la delegación internacional a la Argentina.

Al cumplirse un año de las instauración del régimen, Walsh hizo pública su ya histórica carta a la junta militar denunciando las atrocidades del régimen, antes de ser asesinado por una patota de la ESMA, y Robert Cox hizo lo propio desde el Buenos Aires Herald.

En pleno régimen las madres de los desaparecidos que reclamaban por sus hijos se pusieron por primera vez el pañuelo blanco y comenzaron a rondar alrededor de la Pirámide de Mayo pidiendo «aparición con vida», y se convirtieron para siempre en las «Madres de Plaza de Mayo».

La derrota de Malvinas fue el golpe de gracia para la dictadura, con una rendición deshonrosa y sus víctimas fueron las mismas. Las Madres y Abuelas que reclamaban a sus nietos ya no marchaban solas. Las consignas fueron mutando y con el retorno a la democracia las cúpulas militares fueron juzgadas y condenadas.

La sociedad, en su inmensa mayoría, condenó las atrocidades del régimen cuyos artífices y ejecutores pretendieron acallar con leyes de perdón.

Con el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en la Argentina, y sin el gobierno kirchnerista en el poder después de doce años, este 24 de marzo se preanuncia diferente y los actos centrales se presagian masivos.

El actual gobierno fue interpelado acerca de su política de Derechos Humanos, convertida en razón de Estado para una sociedad que año tras año, en un ritual colectivo, moviliza a miles de personas acompañando una inmensa bandera con las fotos de los desaparecidos para reclamar «memoria, verdad y Justicia» y «Nunca Más».

 

(Noticias Argentinas/Fernando Aguinaga)

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