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Miradas opuestas de «Elefante blanco»

Dos opiniones sobre el celebrado filme de Pablo Trapero.

Ricardo Darín interpreta a un cura villero en 'Elefante blanco'.

El ojo sórdido

Por Pablo Leites

Pablo Trapero, hasta donde se sabe, es el único realizador de cine que puede hacer una película con Ricardo Darín sin que esa película se transforme en «una de Darín». Esto es, dirigir a semejante intérprete, que si hubiera algo así como un ránking de actores estaría entre el primero y el segundo lugar, sin permitirle absorber toda la tensión de la trama, ni siquiera cuando ocupa el rol protagónico.

Elefante blanco, además, cumple maravillosamente bien con uno de los preceptos centrales del séptimo arte: esconder el hecho de que hay una ficción, una cámara, un guión, actuaciones, y dejar todo aparentemente librado a la historia.

Sin embargo, aunque las imágenes se nos presenten crudas y dotadas de un tratamiento por momentos de documental, ahí está el ojo de Trapero para mostrarnos lo que ve en un mundo (el de la villa miseria) del que la mayoría de los 300 mil espectadores que hasta ahora tuvo el filme solamente pueden imaginar cada vez que se cruzan un limpiavidrios, un naranjita o un pibe con una bolsa de plástico en sus manos.

Como Arturo Ripstein en Principio y fin, como Karim Ainouz en Madame Satá o Fernando Meirelles en Ciudad de Dios, en Elefante blanco la sordidez de la naturaleza humana aparece a años luz de ingenuas dicotomías: no hay bien ni mal, ni dios ni demonio, ni paraíso ni infierno en ese gueto que preferiríamos no ver y del que no podemos desviar la mirada.

Claro que sería mucho más grato que cualquier semejanza con la realidad fuera pura coincidencia. Por eso es que la incomodidad de Elefante blanco se vuelve necesaria.

Sobra épica y romance
Por Juliana Rodríguez

Pablo Trapero tiene un indudable talento para filmar los márgenes desde un naturalismo que el cine argentino creyó por años que sólo radicaba en el lenguaje. Lo demuesta un repaso por su CV: El bonaerenseLeonera Carancho, cada cual con el código de su propio universo, son acabadas muestras de cómo la narrativa del director puede meterse sin manierismos en cárceles, calles oscuras y rincones sórdidos de la vida fuera del sistema. Si Burman y Campanella son los relatores de los devaneos de la clase media argentina, Trapero y Caetano, cada cual con su estilo, lo son de esos mundos.

Elefante blanco continúa con esa pericia para zambullirse en una villa y mostrarla como un personaje más, con sus travellings laberínticos, sus sofocantes primeros planos, su iluminación de intemperie enlodada. Trapero demuestra que no es necesario el 3D para mostrar otras dimensiones.

Pero esa precisión fotográfica tiene detalles que le quitan al filme la verosimilitud que tanto esfuerzo hace por conseguir. En primer lugar, el guión trastabilla cuando desarrolla el romance entre los personajes de Martina Gusmán y Jeremie Réniér. Predecible y distante, la fórmula del cura tentado no aporta la humanidad que pretende y se queda a mitad de camino.

Y si bien las actuaciones principales de Gusmán, Réniér y Ricardo Darín son precisas, quedan desniveladas al lado de los actores secundarios. El casting no logró darle cuerpo y palabra creíbles a los integrantes de la villa, en cuyas experiencias recae gran parte del espíritu de la historia. Finalmente, la música que Trapero elige subraya con trazo grueso, eleva el conflicto a un volumen épico, y por momentos, roza la grandilocuencia de un paquidermo.

Fuente: La Voz del Interior