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SEMBLANZAS (XVI): Filosofía de los caminantes

Los caminantes son una especie de personas muy singulares. Reflexiones y sentimientos del cotiadiano arte de vivir. Por Jorge Daniel Amena, exclusivo para radiofueguina.com

SEMBLANZAS


Por Jorge Daniel AMENA



FILOSOFÍA DE LOS CAMINANTES



Los caminantes son una especie de personas muy singulares, primos hermanos de los marinos de ultramar, solo que con los pies en la tierra; suelen también surcar senderos desconocidos, descubrir vegetaciones y desiertos, y generalmente al igual que aquellos que se mecen en la tempestad, terminar las jornadas en posadas de dudosa pulcritud, haciendo gala de sus cuentos y sus vivencias.



Las comparten sin darse cuenta que casi siempre son las mismas o parecidas, pero (como dicen los que saben) siempre en estas circunstancias recurren a viejas historias ya contadas en cien comarcas y que han sido recreadas de sitio en sitio y de país en país. Finalmente, con las últimas luces que proporcionan los candiles, o con el último dejo de paciencia del dueño del lugar, los temas siempre finalizan en opciones tardías que indefectiblemente se refieren al tiempo y a la vida, en consecuencia.



Contaba por caso un viajero que había pasado gran parte de su vida trajinando los caminos de Dar El Salam, que los africanos tienen una dimensión del tiempo completamente diferente al nuestro. Según escribiría un escritor de excelencia, Kapuscinki, los europeos, (y nosotros estamos convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, y que su existencia es objetiva; en cambio en África el tiempo es más holgado, elástico, abierto y subjetivo.



“El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos”. El tiempo -se dice- es una realidad pasiva, y sobre todo dependiente del hombre.



El relato continúa con una anécdota “si uno va a una aldea, donde debería celebrarse una reunión y pregunta “¿Cuando se celebrará la reunión?”, la respuesta será obvia: “Cuando acuda la gente”.



Una historia singular fue contada esa noche, para colmo húmeda y umbrosa. Cierto viajero -según refirió- dio con sus pasos por las bellísimas colinas de Corinto, a través de valles deslumbrantes y el azul incomparable del Mar Jónico. Rumbo a su destino final del día de marcha, una ciudad veraniega y bulliciosa en verano, pero opaca y gris en invierno, llamada Loutraki, dio por pasar por un pequeño pueblo, donde todo el interés que se ofrecía a la vista del viajero eran algunas cabras y olivares que se extendían hasta el camino mismo, algunas señoras todas vestidas de negro, como salidas de una actuación trágica helénica y algunos muchachotes y hombres de aspecto rudo, pelo hirsuto y negro, que portaban herramientas de cosecha.



Cruzando unas vías de tren se topó con un cementerio –según sus dichos- y por solo fisgón se puso a observar las lápidas con curiosidad y detenimiento.



Llamaba la atención que se encontraba tallado en el granito la edad de los allí sepultados. Se leía, pues, con claridad que tales personas habían fallecido a los 8 años, a los 12, a los 7 a los 5, y así ninguna de las lápidas mostraba una edad superior a los 16 años.



Con la intriga a flor de piel se topa con un señor (a todas luces el cuidador del cementerio) a quien le refiere su inquietud, inquiriéndole el porqué de tan sorprendente fallecimiento de personas, casi todas a corta edad.



¿Alguna peste?, arriesgó en un intento de establecer un diálogo. El cuidador (en efecto ése era tu trabajo) se sonrió mientras daba cuenta de unas semillas de pistacho, cuyas cáscaras partidas formaban un pequeño túmulo a sus pies.



-No, señor, le contesta; en este pueblo, desde el momento del nacimiento y con la voluntad de los pobladores, en forma estricta y a través de todos los tiempos, cada persona anota en un registro los días en que ha sido feliz, con la verificación del notario, al morir. Esa es la fecha verdadera de su existencia.



Dicho esto, se sumergió en el letargo de su ritual de abrir cuidadosamente las semillas de pistacho a las que había agregado otras de girasol.



Cuando terminó el relato, un pesado silencio se posó sobre la taberna, lo suficientemente oportuno como para que el encargado del lugar diera con golpecitos en una copa de vidrio fin a la reunión de esa noche.



Muchos habían escuchado la historia, la mayoría la conocía de diferentes maneras, pero esa noche resultó más creíble, quizás por la eficacia del relato. Yo también la he escuchado, y si bien no me he topado nunca con la realidad del sitio y sus costumbres, no podría en estos momentos a ciencia cierta, (suscribiendo la teoría) decir la edad exacta que tengo actualmente.



Pero solo son cuentos de viajeros. En todo caso, y en un ejercicio de memoria, ¿podría Ud?




(*) Escritor- Abogado Constitucionalista – ex Legislador provincial y Convencional Constituyente provincial, colaborador permanente de la ONU para Asuntos de Africa. (Se autoriza la reproducción, citando la fuente. Rogamos informar acerca de su publicación.)


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