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Murió Héctor Bonzo, el capitán del crucero Belgrano

Tenía 76 años y sufrió un paro cardíaco. Estaba al mando del crucero cuando fue atacado por el submarino inglés Conqueror en 1982. En el hundimiento murieron 323 marinos.

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(Río Grande, abril 22 de 2009) – El capitán de Navío Héctor Bonzo, quien que era comandante del crucero ARA General Belgrano cuando fue hundido por un submarino británico durante la Guerra de Malvinas, falleció esta noche a los 76 años como consecuencia de un paro cardíaco.

Bonzo, nacido en la provincia de Buenos Aires en 1932, estaba al mando del crucero el 2 de mayo de 1982, cuando se produjo el ataque del Conqueror. En el hundimiento murieron 323 marinos argentinos.

En un comunicado difundido esta noche, la Armada resaltó su tarea al frente del buque. «En esas circunstancias, el capitán de navío Bonzo organizó el abandono de la nave, salvándose merced a su liderazgo, temple y determinación numerosas vidas humanas», expresó.

Bonzo siempre consideró el ataque como una «acción de guerra», pese a que en distintos ámbitos se lo definió como un «crimen». Y se encargó de calificar de «héroes» a los 323 marinos que dejaron su vida en las entrañas del crucero.

Tras el conflicto bélico, Bonzo fue nombrado Jefe de Personal Superior de la Armada y más tarde, fue subsecretario General Naval. Con el retorno de la democracia, Bonzo pidió el pase a retiro voluntario, tras 37 años en la Armada. Pero más allá de su jubilación, mantuvo una firme decisión a la hora de mantener en pie el recuerdo de su buque y de sus marineros.

Crucero “General Belgrano”

La nave del millar de héroes

(Gaceta Marinera – 30-4-2008) | La tarde del 2 de mayo de 1982, el crucero ARA “General Belgrano” fue herido de muerte por un submarino nuclear inglés. Este es el relato de lo que pasó a bordo del buque entre las 16, cuando fue impactado por dos torpedos, y las 17, la hora del hundimiento.

La imagen del film El Belgrano, una historia de héroes representa cómo pudo haber sido aquel momento.

Continuaba el fuerte viento y el pronóstico meteorológico era malo para las 12 horas siguientes. El rumbo era Oeste para llegar al área asignada, donde debían esperar nuevas órdenes.

En ese momento el buque se sacudió violentamente. Una poderosa explosión seguida del cese inmediato de energía e iluminación paralizó a los 1.093 tripulantes. Y cuando parecía que el buque se elevaba por el aire, se produjo una segunda explosión proveniente de la popa, las consecuencias del primer impacto se vieron claramente desde el puente de comando cuando al caer la gran columna de agua, hierros y maderas, se descubrió la falta de 15 metros de buque.

Quienes estaban en el comedor vieron que por un gran boquete abierto en el piso avanzó una bola de fuego. Los atravesados por ese aire abrasador sufrieron quemaduras en partes del cuerpo no cubiertas y las medias de nylon agravaron las consecuencias al derretirse sobre la piel. La reacción instintiva de cubrir la cara con las manos evitó quemadura en los ojos; no así en el cabello, orejas y dorso de las manos.

Inmediatamente comenzó la inclinación a babor y un penetrante olor acre inundó el aire. Cesó la fuerza motriz y se apagaron las luces. La generación eléctrica de emergencia se inutilizó.

Al estallar el primer torpedo en la sala de máquinas de popa (uno de los compartimientos más grandes del buque) se destruyeron todos los sistemas alternativos de emergencia.

El abandono

En su movimiento hacia las cubiertas altas, todos debieron sortear obstáculos de cualquier tipo como escalas rotas, puertas trabadas, chorros de vapor y petróleo, calor intenso, humo y gases, incendios e inundaciones, enclaustramiento y la oscuridad que complicaba más aún ese duro camino.

En este complicado transitar, los haces de luz de las linternas fueron aportes fundamentales para marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Cada uno que llegaba a la cubierta exterior se dirigía a las estaciones de abandono asignadas. El buque tenía 72 balsas salvavidas, de las cuales 62 eran las necesarias; el resto eran de reserva. Las órdenes del comando les llegaban a los tripulantes a través de megáfonos de mano y se retransmitían gritando lo más alto posible.

Una imagen retenida por muchos es la de aquellos hombres saliendo a cubierta exterior transportando sobre sus hombros a camaradas heridos y rescatados de aquel grave escenario interior.

Los esfuerzos personales para poder superar esa situación límite significó un verdadero sacrificio para todos los tripulantes.

La escora aumentó un gado por minuto, por lo que ya se había llegado a los diez grados a babor. El casco se hundía con mayor incidencia de popa, debido a la gran entrada de agua al espacioso hangar y a la sala de máquinas.

Como prevención se arrojaron las balsas al agua, que se abrieron automáticamente al caer. Quedaron flotando al costado sujetas por las amarras.

Los techos anaranjados de las balsas parecían un collar rodeando al buque para protegerlo.

Se estabilizó la inclinación y con ello se creó la esperanza de que el buque se podría mantenerse más tiempo a flote.

Por la rapidez de los sucesos, algunos llegaron a cubierta muy desabrigados y se los auxilió con lo que se tuvo a mano, como las mantas de lana de las camas que se usaron como ponchos.

Quedó demostrado que no fueron pocos los que bajaron varias veces a las cubiertas inferiores para prestar ayuda o buscar a alguien. Nadie posible de ser socorrido quedó sin asistencia. Por el contrario, algunos dieron la vida por ofrecer esa maravillosa ayuda.

La inclinación de 20 grados y el petróleo sobre la cubierta dificultaron el caminar de los tripulantes y les fue necesario aferrarse a la estructura del buque o a sogas, para no golpearse o caer al mar.

Aparte de cuidarse a sí mismos, algunos debieron trasladarse con materiales como radios de emergencia, brújulas, elementos de situación astronómica o bolsas de sanidad.

Un grupo llegó a tomarse de las manos para formar una barrera que protegiera a los heridos que podían rodar hacia la borda.

El crucero pareció comprender que ya nada podía hacer por los hombres que tanto lo admiraban y como distendiendo sus músculos de acero, siguió recostándose. La situación tendió a agravarse y se llegó al punto de no retorno. Sólo faltaba la orden del comandante para abandonar el buque.

La información que recibía el comandante de los hombres de control de averías sobre la progresión de la inclinación y apopamiento del buque le habían permitido demorar la orden de abandono durante un lapso que fue aprovechado para permitir desalojar el interior del buque y a los sanos ayudar a los heridos.

Mientras tanto, los tripulantes se organizaron en los puestos de abandono tal como lo practicaron en tantos zafarranchos, sólo que ahora podría sobrevenir la orden del comandante para iniciar el abandono real.

Los que estaban en la cubierta superior ignoraban en ese momento cuántos habían quedado en el interior, pero lo que nadie podía dudar era que los ausentes ya no estaban con vida, dado el nivel de inundación.

Tanto para dar como para recibir ayuda, poco importó el cargo, grado o edad.

Las balsas de babor estaban a nivel de la borda y los heridos graves se agruparon en ese lado para facilitar el trasbordo. Las balsas de estribor estaban estacionadas a varios metros abajo de la borda.

Después de la tensa espera no se dio el milagro esperado y ya no quedó alternativa posible. Paradójicamente, la rápida inundación evitó que los incendios afectaran las santabárbaras y complicaran más la situación.

Con palabras que seguramente ningún marino desearía pronunciar jamás, el comandante ordenó

¡Abandonar el buque!

Los heridos fueron transbordados a las balsas en delicada maniobra mientras las escalas, redes, cabos de cáñamo o saltar sobre el techo reforzado, fueron variantes usadas para llegar a las balsas por quienes conservaban sus energías.

Algunas embarcaciones pegadas al casco por estribor, encontraron que el viento les dificultaba despegarse y otras fueron arrastradas hacia la proa destruida; una de ellas terminó pinchándose con las astillas de acero y los ocupantes debieron tirarse al agua para llegar a otras balsas.

En ese intento cada uno perdió más del 50% de la capacidad motora y la ayuda debió multiplicarse para izarlos a bordo casi inanimados.

El movimiento provocado por las olas hizo imposible mantener amarradas entre si a las balsas y debieron cortarse rápidamente las sogas que las unían por grupos, a fin de evitar que se rompieran los flotadores. Esa misma marejada impidió la visión y comunicación entre las balsas. Algunas quedaron sobrecargadas con treinta personas y otras subocupadas con no más de tres.

Con frases que parecían susurros, los tripulantes de las reducidas embarcaciones trataban de perder juntos el miedo a la muerte.

La popa sumergida y la gran escora, anunciaban una vuelta campana del buque que podría formar un vacío y arrastrar al fondo del mar las balsas más cercanas. Ese riesgo aumentaba minuto a minuto.

Gruesos chorros de vapor escapaban por las aberturas y muchos escucharon explosiones, posiblemente por el contacto del hierro caliente con los 0º C de temperatura del agua de mar.

El lapso que una persona podía permanecer con vida en esas aguas no pasaba de cinco minutos.

Cuando ya nada quedaba por hacer a bordo, ni por los hombres ni por el buque, el comandante se arrojó al agua. Previo a ello lo hizo un suboficial, que permaneció con el comandante hasta el último momento.

Ambos nadaron hasta un grupo de balsas, que los aguardaban con el riesgo de ser absorbidas por el gran vacío que produciría el crucero al hundirse.

En el crucero “Belgrano” o en el mar, quedaban sólo los cuerpos de los que ya no tenían ninguna necesidad temporal.

La escora de 60 grados preanunciaba el hundimiento. Un denso humo blanco que salía del interior aumentó el dramático momento que se avecinaba. El rápido avance del anochecer y la disminución de visibilidad ayudaron a ocultar el fin de un gran buque.

Ya nadie fuera de las balsas quedaba con vida. Las preocupaciones y problemas comenzaron a estar confinados dentro de cada pequeño recinto. La evolución de los heridos graves pasaba a convertirse en un desafío para quienes compartirían las horas futuras.

Muchos ojos de esos hombres se nublaron por lágrimas de rabia, emoción, impotencia, tristeza o tributo al ser testigos de los minutos finales del ARA “General Belgrano”.

¡La proa fue el último adiós!

La nobleza en la vida de este gran buque también estuvo presente en ese instante. Esperó que se completara el abandono y cuando las 9.000 toneladas de agua que embarcó en 60 minutos lo tumbaron definitivamente, giró con suavidad hacia las profundidades sin afectar ninguna de las balsas que lo rodeaban.

¡Viva la Patria! ¡Viva el Belgrano! Esas fueron las voces que se escucharon en ese instante en muchas balsas. Allí no había público a quien conmover.

Sólo estaban los protagonistas, un mar casi helado y un viento de temporal cuya virtud fue transportar esos gritos de amor.